‘Quai D’Orsay. Crónicas Diplomáticas’, de Abel Lanzac y Christophe Blain

Los periodistas que logran vivir de su trabajo, en determinado punto de su carrera, se ven tentados por los cantos de sirena de la política y la empresa. Frente a la esclavitud de la actualidad, un puesto en un gabinete de comunicación parece una bicoca. Sin embargo, si en un medio de comunicación los intereses que se mezclan con la tinta suelen llegar a través de terceros o de más o menos veladas indirectas, el juntaletras de un gabinete es directamente correa de transmisión de los dictados de quien le paga. Y si se está al servicio de un político autoritario, obcecado dentro de su caos y  con aires de grandeza, ya puede el periodista despedirse de su ‘retiro dorado’: las va a pasar putas. Todo esto viene al hilo de ‘Quai D’Orsay’ (Norma Editorial), el fantástico tebeo de Abel Lanzac y Christophe Blain, en el que, a través de la mirada de su redactor de discursos, se le corta el traje a Dominique de Villepin en su etapa como ministro de exteriores francés.

El joven Arthur Vlaminck deja su tesis a medias cuando es llamado por el ministro Alexandre Taillard de Vorms. Tiene un trabajo para él: «los lenguajes». Bajo esta denominación tan vaga se esconde la tarea de escribir los discursos del mandatario y, en cierta manera, de construir los ‘marcos mentales’ de los que hablara George Lakoff, tan de moda hace unos años en los despachos del poder. Vlaminck no se lo piensa mucho; ha quedado totalmente seducido por la personalidad arrolladora del ministro. «Pero es un tío de derechas», le dice su novia, a lo que él responde: «Es un tío abierto. Ha elegido a un director de gabinete de izquierdas». «Ya», responde ella, en el mismo tono que podría haber respondido a la afirmación de que Ruiz Gallardón es de centro.

Una vez dentro de la maquinaria del Quai D’Orsay (como comúnmente se designa el Ministerio de Exteriores francés), el joven redactor va a descubrir los entresijos del día a día del poder. Ahí están los diferentes consejeros del ministro, en dura competición entre ellos por ser el favorito; y el director de gabinete, auténtico factótum del Ministerio. Pero sobre todo, por encima de todo, está él: Alexandre Taillard de Vorms tiene un carisma tan envolvente como repelente. Porque a través de Vlaminck descubrimos a un tipo obsesionado con las palabras y los conceptos, aunque estos no tengan sentido; lector de Heráclito aunque no extraiga del clásico nada más que lo que quiere entender; obcecado con nimiedades y disperso en lo importante; capaz de ir de lo profundo a lo banal en un segundo…

Alexandre Taillard de Vorms es en realidad un trasunto de Dominique de Villepin, y tras el pseudónimo Abel Lanzac se esconde, parece ser, un exconsejero del ambicioso político. Sin embargo, ‘Quai D’Orsay’ está muy lejos de ser un ajuste de cuentas. Lanzac, como otros que han estado en su posición, sufre una especie de ‘síndrome de Estocolmo’, algo que queda patente conforme avanza la obra. Así, mientras en la primera parte hay un retrato ácido del ministro, sobre todo centrado en su personalidad más que en sus decisiones, en la segunda parte la obra da un giro para, bajo la apariencia de sátira, mostrarnos a un heróico Villepin en su cruzada contra la guerra de Irak. En realidad, sería erróneo analizar este tebeo como una crítica al poder, pues es más bien una historia de humor costumbrista  ambientada en los pasillos de la política. Francia, país con un Estado tradicionalmente fuerte y acostumbrado a meterse en fregados internacionales que por peso estratégico le van grandes, siente fascinación por qué se esconde tras las puertas de los centros de decisión. Sirva de ejemplo la magnífica película ‘El ejercicio del poder‘, o que la misma ‘Quai D’Orsay’ ha sido lleva a las pantallas por Bertrand Tavernier.

Unas páginas adicionales en la edición integral de Norma dejan intuir cuál ha sido el proceso de trabajo de Abel Lanzac y Christophe Blain para desarrollar esta obra. El exasesor iba contándole situaciones y anécdotas a Blain, y entre los dos daban forma a la historia que el dibujante llevaba después al papel. En el trabajo de Blain reside la fuerza de este cómic. Su dibujo es tremendamente expresivo, y deja al descubierto la personalidad de Villepin/Taillard de Vorms simplemente a través de su gestualidad. Con una escena tan aparentemente aséptica como el descenso del avión oficial sabe retratar ferozmente al ministro.

La edición integral de Norma es correcta, pero tiene un fallo bastante importante de cara a los lectores españoles. No hay ni un triste texto introductorio que contextualice la historia. Ni se habla de Dominique de Villepin ni del momento histórico que le tocó vivir, con Francia al frente de la oposición internacional a la guerra de Irak. El que quiera saber qué hay tras la obra, que se las apañe en Internet.

Quien busque una crítica al poder, que deje pasar ‘Quai D’Orsay’. Sin embargo, aquellos lectores interesados en el poder y sus entresijos disfrutarán sobremanera con este título. Encontrarán un buen montón de situaciones divertidas y verán que, despojados de la pátina que les da su carisma político sobrevenido, quienes gobiernan acumulan tantas virtudes y defectos como el común de los mortales.