Una reseña es algo tan cambiable como el tiempo. El comentario de un cómic, de cualquier trabajo cultural en general, depende tanto del contexto en el que se crea como en el que se lee. Cuando escribo esto faltan pocas horas para que se celebren las elecciones de Estados Unidos, en un momento en el que la actualidad genera una espiral de ansiedad difícil de encauzar.
Cuando Mark Russell escribió el guion de ‘Las crónicas del León Melquíades. Huyamos por la izquierda‘ (ECC Ediciones, por la edición española) la presidencia de Donald Trump atravesaba su ecuador; su excepcionalidad ya no era tal: su política no eran solo proclamas, era real. Russell (1971) ya había anticipado lo que venía en su anterior obra, ‘Los Picapiedra‘ y antes había demostrado su preocupación por la cosa pública en su primer trabajo para DC Comics, el relanzamiento de ‘Prez‘. La reinterpretación del rosado felino de Hanna-Barbera era una nueva oportunidad de usar iconos pop para meter el dedo en la llaga de la sociedad estadounidense.
En esta ocasión, Russell, con dibujo de Mike Feehan, se adentra en el pasado para realizar una proclama a favor de la subversión. El León Melquíades es aquí un dramaturgo de éxito en plena caza de brujas de la Guerra Fría; una pieza mayor para el Comité de Actividades Antiamericanas, que busca un castigo ejemplarizante entre un sector, el de los creadores y artistas, que considera punta de lanza del comunismo en el país.
Melquíades es un hueso duro de roer. Sin embargo, tienen con qué hacerle hincar la rodilla: sus amigos, entre los que sobresale el atormentado Huckleberry Hound, inspirado en William Faulkner (el propio protagonista es un trasunto de Tennesse Williams); la gente del teatro que depende de él, desde el productor hasta los actores; y, no poca cosa, su homosexualidad, oculta tras la cortina de un matrimonio de conveniencia. Un cúmulo de razones para que Melquíades acuda a comparecer ante el Comité pero… ¿suficiente para obligarlo a claudicar?
Hay otros famosos curiosos, como Clint Eastwood, objeto de un memorable chiste que se descafeína por el poco salero de Feehan para la caricatura. Muchas virtudes adornan este tebeo, pero el dibujo no está entre las más sobresalientes. Tampoco las referencias al origen, los dibujos animados de Hanna-Barbera, aportan mucho, aunque Russell las engarza con mimo en el meollo de la trama.
Pero Russell no tiene intención de mitómano sino de predicador laico. La suya es aquí una denuncia de la represión contra la libertad de pensamiento y comportamiento, no como esa loca proclama de «libertad para lo mío» (© Juarma) que enarbolan hoy algunos, sino como una defensa de los valores cívicos más altos: libertad, igualdad y fraternidad. Cambia el contexto, cambia el momento, pero hay cuestiones y derechos indiscutibles.
Este cómic es, sobre todo, un canto al progreso que impulsan quienes van a contracorriente: «A fin de cuentas, cualquier cultura que merezca la pena está formada por subversivos. Porque es el arte lo que dice al mundo lo que debe cambiar», proclama el León ante sus acusadores. Como diría RuPaul: «Can I get an Amen?».