Con la publicación de ‘Los locos del gekiga’, de Masahiko Matsumoto, Satori Ediciones ofrece la contrapartida a ‘Una vida errante’, la autobiografía de Yoshihiro Tatsumi. La lectura de ambas obras permite reconstruir la historia del nacimiento del manga adulto.
En 1947, un casi adolescente Osamu Tezuka revolucionaba el mercado del manga con ‘La nueva isla del tesoro‘, un tomo que llegó a vender la friolera de 400.000 ejemplares en el Japón recién salido de la II Guerra Mundial. Menos de una década después, un grupito de dibujantes de Osaka, que había crecido leyendo las obras de su ya encumbrado paisano, irrumpió con fuerza en el mercado del manga de alquiler (kashihon). Tres eran las perlas de aquella generación: Yoshihiro Tatsumi, Masahiko Matsumoto y Takao Saitô, los abanderados de una nueva forma de hacer cómic alejada de los estereotipos del manga infantil imperante hasta entonces. Años después, Matsumoto y Tatsumi contarían su versión de los hechos en, respectivamente, ‘Los locos del gekiga‘ (Satori Ediciones, 2021) y ‘Una vida errante‘ (Astiberri, 2009).
Ambas obras son, de formas muy distintas, un retrato de aquel efervescente periodo en el que tres jóvenes se abrían paso en la vida mientras su país resurgía de las cenizas de la guerra. De su mano paseamos por una Osaka en al que conviven multitud de salas de cine con viejos cuentacuentos callejeros; los primeros edificios modernos y sus anuncios de neón con edificios cochambrosos que apenas se tienen en pie. Precisamente en estos últimos tienen su sede las editoriales de kashihon; a pesar de su modestia, una de ellas, Hinomaru Bunko, tiene ambición: quiere comerse el mercado con una nueva publicación, la revista Kage, donde recopilarán historias de detectives a cargo de, entre otros, las tres jóvenes promesas Tatsumi, Matsumoto y Saitô.
El éxito inesperado de la Kage alienta las ganas de estos autores por hacer algo revolucionario, pero también la feroz competencia entre editoriales, que se los van a disputar. Comienzan así las «guerras del kashihon«, con el sensei Takigawa, mentor de los tres jóvenes, como actor principal en las diferentes escaramuzas editoriales. Mientras, la introducción de nuevas temáticas y enfoques hacen que el manga, que hasta entonces se entendía como una inocente distracción, comience a considerarse como un influjo pernicioso para los niños.
El surgimiento del gekiga forma parte de la historia del manga; es un episodio que rebosa de la épica de los perdedores, porque a pesar de su éxito, sus impulsores no dejaban de ser unos pringados. En ‘Una vida errante‘, Tatsumi lo contó en primera persona (aunque marcando distancias con un seudónimo para su personaje), de manera que su progresión profesional es indisoluble de su proceso hacia la vida adulta. Sus andanzas editoriales se dan la mano con sus primeros escarceos amorosos; la difícil relación con su hermano, también dibujante; la economía doméstica (en esto coincidieron los tres autores: en una época de grandes estrecheces, lo que empezó como afición se convirtió en el sustento principal de sus familias), o las ansias de abrirse paso en el nuevo entorno urbano y cosmopolita.
Tatsumi supo retratar como nadie ese Japón de los perdedores porque, como demuestra magistralmente en esta obra, él mismo formaba parte de ellos. La antología ‘Tatsumi’ editada también por Satori es perfecta prueba de la maestría del autor en captar el desasosiego de toda una generación.
‘Los locos del gekiga‘ cuenta más o menos la misma historia que ‘Una vida errante’, pero de forma muy diferente. Matsumoto serializó esta obra entre 1979 y 1984, mucho más cerca en el tiempo de los hechos que Tatsumi, que hizo lo propio entre 1995 y 2006. Mientras que Tatsumi se coloca el foco, Matsumoto opta por diluir el protagonismo entre sus compañeros, de manera que incluso él mismo es el que menos peso tiene en la historia. Aquí cobran relevancia las dos fuertes personalidades que se intuían en ‘Una vida errante’: por un lado, el sensei Takigawa: dipsómano, manirroto y preso del rencor hacia el mundo del manga, donde rozó el éxito y fracasó; por otro, Takao Saitô, un excéntrico pagado de sí mismo, con una fe tal en sus posibilidades que no dudó en cerrar la peluquería familiar y dejarlo todo para dedicarse de lleno al manga. Por cierto que Saitô logró su sueño, aunque de forma muy distinta a sus compañeros: hoy, todavía al pie del cañón, se mantiene como cabeza visible de Saito Production, compañía que sigue produciendo historietas de su famoso personaje Golgo 13.
Otros autores que asoman por las páginas estas obras son Yoshiharu Tsuge o Kakuo Umezz. Y es que el gekiga no fue solo cosa de tres dibujantes, aunque sus nombres sean menos conocidos. Curiosamente, aunque el título de Matsumoto es más coral, es Tatsumi quien mejor muestra las dinámicas entre el grupito de novatos, con sus debates sobre cómo denominar a lo que estaban haciendo y qué lo definía, así como sobre su situación como trabajadores ante las ofertas y las quiebras de las empresas editoras.
La versión de los hechos de Matsumoto alcanza un menor impacto en cuanto que renunciar a la primera persona le resta empatía frente al relato más íntimo de Tatsumi. Sin embargo, precisamente por esa mayor distancia que se toma, ofrece un mayor grado de sordidez y patetismo. Matsumoto lo tenía también muy claro: todos formaban parte del mismo club de marginados. El recopilatorio de historias cortas ‘La chica de los cigarrillos’ (Gallo Nero) da fe de ese interés por retratar las miserias de quienes quedaban atrás en el crecimiento económico japonés.
Tatsumi, Matsumoto y Saitô eran tres tipos que compartían cuartucho, cama, retrete y tablero de dibujo, al que se asían en verano en ropa interior y en invierno al calor del brasero, con el único afán de de crear algo completamente nuevo: el gekiga. Una historia tan mundana como apasionante.