“Haz lo que creas más conveniente, con total libertad. Al fin y al cabo, estará bien si consigues algo divertido”
Akira Toriyama
¿Qué sabemos de Akira Toriyama? Mucho más que de alguien con quien nos cruzamos casualmente por la calle, pero mucho menos de lo que correspondería a un genio que hizo reír y emocionarse a millones de personas en todo el mundo. Nueve años después de acabar ‘Dragon Ball’, ya retirado de las penosas entregas semanales, seguía anhelando “tener tiempo para hacer una maqueta”, su gran pasión. De sus entrevistas se deduce que era un tipo sencillo: no quiso mudarse nunca a Tokio desde su región natal, la persona a la que más admiraba en el mundo era su esposa -la mangaka Nachi Mikami, que se retiró después de casarse -, tenía como únicos vicios el tabaco y las revistas guarras y le encantaba ver películas en la tele, de donde cogía innumerables referencias (de Jackie Chan a Star Wars).
Si Toriyama solo hubiese creado Dr. Slump, mezcla imposible de ciencia ficción, ruralismo y absurdo, ya sería un portento. Pero es que luego vino Dragon Ball, y nos descubrió un mundo de fantasía infinita, donde junto a los amigos podías superar todos tus límites. En el ámbito de los videojuegos, fue padre de la estética de Dragon Quest. Fue influencia infinita quienes vinieron después.
Aburrido de dibujar batallas, en 1995, con apenas 40 años, dijo “hasta aquí” y nos dio una lección: no está mal ser un poco vago, porque el trabajo (y la vida) solo valen la pena si son divertidos. Nunca se retiró del todo y se entretuvo creando pequeñas obras maestras, como Cowa.
Toriyama nos enseñó otras muchas cosas. Que la fuerza no sirve de nada si no va acompañada de perspicacia y, sobre todo, bondad. Nos asomó a un erotismo inocentón y -¡ay!- nos mostró las relaciones de pareja más disfuncionales que puedan imaginarse, pero también ideó un universo en el que la persona más inteligente era una chica, capaz de inventar artilugios imposibles y, a la par, ser valiente y osada como nadie. Nos invitó a perseguir con ahínco sueños imposibles, porque quizás, al final del camino, un dragón mágico nos concedería un deseo, por absurdo que fuera. Nos enseñó, sobre todo, que no vale la pena tomarse nada muy en serio, ni siquiera la propia muerte.