Lo escribe -con otras palabras- Samuel González en el epílogo de ‘Dorita‘ y no le falta razón: Doraemon es un auténtico hijo de puta. ¡Cuidado! No quiere esto decir que nos alineemos con los mojigatos que ven en el personaje de Fujiko F. Fujio un ejemplo pernicioso para la chavalería (aunque algo de eso hay, la verdad…). Pero claro, si uno se para a pensar, el minino del futuro en poco o nada contribuye al correcto desarrollo como persona de Nobita; más bien al contrario: con los fantásticos objetos que saca de su bolsillo mágico lo único que hace es malcriar todavía más a un niño pusilánime, ofrecerle soluciones fáciles que le joden la vida. Doraemon, más que un gato, es un camello cósmico. Cristian Timoneda ha captado perfectamente esta esencia en ‘Dorita‘ (Fandogamia), un tebeo que toma el personaje paródico creado por Darel Roca para trascender la caricatura y ofrecer un perfecto hídrido entre el humor brugueriano y la comedia japonesa.
‘Dorita’ nos presenta a Pipío (un remedo de Nobita crecidito), un joven de vida anodina, un currito con las mismas preocupaciones que todo hijo de vecino. Todo se tuerce cuando Dorita, un robot procedente del siglo XXII, aparece por sorpresa en su casa a través del retrete. Pipío pasa de que ese androide descarado se instale a vivir con él y quiere echarlo, pero Dorita guarda un as en la manga… O más bien en el ojete. De su oscura y profunda cavidad saca cacharros tan variados como inútiles: la linterna del despiste, la puerta dimensional que te lleva a sitios al azar, la papelera que convierte la basura orgánica en bocadillos de jamón, las píldoras cambia caras… Con estos objetos va a plantear soluciones milagrosas a los contratiempos que él mismo le va creando a Pipío, y lo único que logra es ir acrecentando los problemas del protagonista, en una escalada de dramáticas consecuencias que, para suerte del lector, son también tremendamente divertidas.
Con ‘Dorita’, Cristian Timoneda (con la colaboración de Marc Jané) e Iván Roca (que se ocupa de las tintas), parafraseando a Gila, nos han matao la infancia, pero lo que nos hemos reído. Cualquier lector puede disfrutar de los gags simples y efectivos que se suceden sin cesar en las 124 páginas de este tomo único; pero el avezado, el que capte las referencias a Doraemon, que van desde la presentación de cada capítulo a la dinámica de la narración, va a gozar como gorrino en cochiquera. Una muy grata sorpresa.