Nami Sasou reúne en Rosas que nacen del pandemonio sus anécdotas como asistente de dibujo para dar forma a una crónica entre artística y proletaria de la revolución del manga para chicas
“Quien quiera dibujar manga tiene que poder estar tres días sin dormir, pasarse un mes sentado y estar un día y medio sin comer”, escribió Suzue Miuchi, una de las autoras de la época dorada del shôjo manga, aquel que se publica originalmente en revistas destinadas a niñas y adolescentes. A principios de los años 70 del pasado siglo, Miuchi, con poco más de 20 años, era ya una de las estrellas de la revista Bessatsu Margaret y, como tal, un ídolo para la aún más joven Nami Sasou, apenas una estudiante de secundaria. Poco podía imaginar esta por entonces aspirante a dibujante que lograría cumplir su sueño de convertirse en profesional y trabajar junto a su maestra, aunque de una forma nada romántica, llena de manchas de tinta y olor a sudor. Un camino lleno de espinas que rememora en Rosas que nacen del pandemonio (Fandogamia Editorial).
El manga era y es todavía una industria millonaria y, como tal, tiene su proletariado, ayudantes que contribuyen a cumplir con las fechas de entrega de los autores principales (que no es que viva en condiciones mucho mejores). Incluso las innovaciones tecnológicas, que permiten usar herramientas digitales para crear fondos a partir de fotos y han dejado para el recuerdo el engorroso proceso de pegar tramas, siguen requiriendo la intervención de asistentes para el dibujo. Hace 50 años nada de esto existía, tampoco había redes sociales, y cuando hacía falta mano de obra extra, los editores se acordaban de todas aquellas chavalas que, movidas por la ilusión, se habían presentado a concursos de manga.
Así fue como Nami Sasou comenzó en un negocio que por entonces estaba en plena ebullición. Tras décadas alejada del mundillo profesional, ya pasados los 60 y consciente de haber sido testigo de un momento irrepetible, la autora ha recopilado las anécdotas de sus años como asistente de manga en Rosas que nacen del pandemonio.
Este título es de lo más acertado. Si algo caracterizó al shôjo clásico fue el uso de las rosas y otras flores como recurso gráfico para enfatizar las emociones que rodean a los personajes; el mejor ejemplo es, obviamente, La Rosa de Versalles. Eso en la parte que se ve, pero en la que no se ve, y que nos explica Sasou, está el pandemonio, que aquí se define como “cuando dibujantes de manga y sus asistentes trabajan día y noche intentando terminar los originales antes de la fecha de entrega”.
Pasión y escatología
En este tomo se nos muestra cómo obras que impactaron en cientos de miles de lectoras, que definieron la forma de entender el mundo de toda una generación, fueron fruto de las inquietudes de un grupo de jóvenes autoras -a las que luego se llamó “El grupo del 24”, por haber nacido todas entorno a dicho año del periodo Shôwa (1949)- que querían revolucionar lo que se entendía por shôjo manga, hasta ese momento muy denostado. Grandes títulos surgieron de esa inquietud, pero también de muchas horas de trabajo sin dormir, sin ducharse, sin comer, sin cambiarse de ropa…
Una realidad escatológica en la que Sasou se detiene no con ánimo de hacer chanza, sino para mostrar las condiciones extremas en las que curraban ella y sus compañeras, dibujantes que en su mayoría -incluida la autora- se retiraron pronto para dedicarse a su familia. “Éramos libres de aceptar tanto o tan poco trabajo como quisiéramos”, dice una de ellas, a lo que Sasou replica: “Sí, libres de trabajar poco, cobrar poco y no llegar a fin de mes”. Aún así, añade en otro pasaje, “me lo pasaba bien”.
Historia del manga
El solo relato de cómo aquel ecosistema de mujeres jóvenes, tanto maestras como asistentes, trabajaban en armonía a pesar de la presión editorial basta para atrapar la atención. Sin embargo, para quien tenga curiosidad por ese momento histórico del manga, Rosas que nacen del pandemonio es una auténtica delicia.
Por sus páginas desfilan un montón de nombres de autoras que son totalmente desconocidas para nuestro mercado, y con mucha llaneza, pero también mucho tino, Sasou ensalza lo innovadoras que fueron en aquel momento. Así, habla de Ryôko Yamagishi, que con la historia corta La cenefa celestial marcó un antes y un después al situar como protagonista a una mujer de 30 años con trastornos mentales; o de Minori Kimura, que en 40-0 abordó un tema hasta entonces inédito, la violación, y lo hizo con el mensaje de “no abandonarse a la derrota”, frente al enfoque de la sociedad japonesa de aquel momento, que llevaba a la víctima a un sentimiento de humillación.
En este sentido, como ya es tristemente habitual con el manga clásico que se edita en España -¿será cosa de las aprobaciones que deben dar las editoriales japonesas?-, , más allá de las notas al pie, de nuevo se echa de menos un apartado crítico que ayude a contextualizar la obra, con más información de todas esas autoras maravillosas que desconocemos por aquí.
En todo caso, y esto hay que atribuirlo a la pericia didáctica de la autora, el relato es igualmente accesible, ya que no da por descontado que quien lee este tomo conoce en profundidad la materia. Al revés: sin caer en la reiteración, partiendo de sus vivencias (contrastadas con compañeras de la época) y con mucha amenidad, Sasou muestra de forma bastante concisa y certera qué supuso aquella revolución del shôjo manga, tanto para la industria como para las esforzadas trabajadoras de aquella inagotable factoría de rosas.
Más allá de su apasionante temática (por lo menos, para quienes tenemos debilidad por esa época del manga) Rosas que nacen del pandemonio es un excelente ejemplo de cómo combinar ensayo y autobiografía para ofrecer un testimonio valioso.
Rosas que nacen del pandemonio, de Nami Sasou
Fandogamia. Rústica, b/n. 180 págs., 12€
Traducción de Luis Alis